Era Simbad el más perfecto león que hubiese nacido en las herbosas riberas del gran río. León joven, gallardo, hermoso de formas y de movimientos, noble de aspecto y de ánimo orgulloso, generoso hasta en pleno furor, leoninamente amado por su leona, verdadero príncipe hereditario de la selva, podía muy bien llamársele el Apolo y el Hércules de la leonina estirpe. Pero, así como por designio de los dioses el destino de los héroes es siempre trágico, ocurrió que una tribu de negros de nariz chata logró, al cabo de largos meses de asechanzas y de insidias, que cayera el maravilloso Simbad en una innoble trampa. Los feos negros consiguieron, a costa de trabajos y de heridas, atar al desventurado Simbad y encerrarlo en una rústica jaula de troncos. El heroico león no hallaba paz y sus rugidos furiosos atronaban la selva e impedían que conciliaran el sueño las mujeres y los hijos de los insolentes cazadores.
El jefe de la tribu, que tenía sus secretas razones para implorar la indulgencia del gobernador de la colonia, pensó regalarle la estupenda fiera, y así lo hizo. Tampoco el gobernador, hombre de naipes y de siestas y muy tibio amigo de la belleza, toleró la vecindad del furioso y rugidor Simbad, al que había alojado en el jardín de su palacio. En efecto, al cabo de pocas semanas se le ocurrió la idea de liberarse del incómodo monarca de la selva remitiéndolo, como homenaje, a Su Majestad el Rey, en nombre del cual gobernaba aquellas lejanas tierras. El desesperado Simbad llegó a la capital y fue objeto de la admiración de los cortesanos, los que habían visto perros de todas las razas y papagayos de todos los colores, pero jamás se encontraron ante una fiera tan majestuosa e indómita. El Rey, en cuya índole nada había de regio y era además sórdido y avaro, decidió desprenderse del espléndido y costoso obsequio regalándolo al Jardín Zoológico de la metrópoli. En el Jardín, agitado siempre por el tormento de su inmerecida esclavitud, pero siempre prodigiosamente hermoso en su dolorosa dignidad, Simbad vivió largos años, recibiendo a diario la visita de esos poetas sin palabras que son los niños y de esos niños grandes que son los poetas.Un día, el director del Zoológico notó que Simbad estaba viejo y quiso substituirlo con un ejemplar joven. El ex príncipe pasó a ser propiedad de un circo ecuestre que recorría las ciudades del interior del país y hubo de resignarse, aunque con rebelde pena, a la ridícula obediencia que exigían de él. Fue espectáculo sumamente melancólico y mortificante el ver a quien había sido milagro de libre fuerza obligado a encaramarse en un cono truncado o saltar una cuerda de muchachos. Pronto llegó la muerte a liberarlo de tal humillación, de tal decadencia y de tanta vergüenza.
Vendieron la carroña del pobre Simbad en la misma ciudad donde había muerto, y le arrancaron la piel y usaron de su esqueleto para preparar un abono. El dueño del osario tomó para sí la piel, aún hermosa, y la hizo curtir; poco después se la vendió a un tripero enriquecido que estaba amoblando una nueva casa. Sobre la pobre piel de Simbad, echada en el suelo en el centro de un saloncillo, posáronse los pies de los amigos y de los servidores de la familia del vendedor de tripas y cayeron en ella cenizas de cigarrillos y gotas de café. A tal punto que la dueña de casa, una ex hortelana, halló que la piel no estaba ya lo bastante fresca y elegante para seguir luciendo en la sala. Se la regaló, pues, a la portera, que la recibió con gran contento porque le servía para que jugaran en ella dos mellizos, mocosuelos llorones, que ella había dado a luz poco tiempo antes. La piel de Simbad, del soberbio emperador de la selva africana, fue inundada e impregnada de babas y no sólo de babas por los dos cachorros del hombre de ciudad; cuando llegó a ser demasiado sórdida y maloliente hasta para el no muy delicado olfato de la portera, arrojaron la piel en un montón de basura, donde terminó, por fin, la desventura e inmerecida infamia del rey prisionero.
Tal es, a menudo, la miserable suerte de los mejores seres y no sólo entre aquellos que nacieron leones sobre la hermosa ribera de un gran río.
Giovanni Papini
http://elcuervolopez.blogspot.com
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