Mi rana no fue –el poco tiempo que la tuve- como Jacinta, la rana de mi hija María Soledad, que se alimentaba de grillos.
La rana de mi hija era una rana de ciudad, de terrario: una rana doméstica. La mía era de campo, cimarrona, de charca; de regular tamaño, musculosa, flexible, de piel verde con pintitas naranja, como los ojos de algunas pelirrojas.
La capturé una tarde de verano, el implacable estío madrileño en el que el sol cae a plomo y calienta cornisas, hierros de barandas y balcones y picaportes hasta el extremo de no poder tocarlos sin correr el riesgo de quemarse las manos. El calor reblandece el alquitrán del asfalto. No falta un reportero gráfico que toma la foto de un par de huevos friéndose en la calzada ardiente, en la que algún chusco tiró dos huevos después de cascarlos.
Paseábamos mi amigo Diego y yo por un tramo de campo reseco, erizado de ortigas, que se abría al horizonte a un extremo de la pomposamente llamada Avenida Trajano, devenida Pasaje Bellas Vistas.
Acostumbrados, si no indiferentes, al calor casi africano del verano madrileño, Diego y yo caminábamos a paso lento, a veces charlando, a veces en silencio.
Hasta que llegamos al aduar, o sea, a la charca, que era bastante grande y lo suficientementemente profunda como para que el agua no se secara al sol y permaneciera estancada, con un moho negruzco en la superficie.
Nos detuvimos junto a la charca y nos sentamos enseguida sobre unos yerbajos calcinados. Descubrimos unos juncos cerca del agua. Los juncos están siempre cerca del agua, ya sé.
Con la velocidad y precisión de un clavadista, tres ranas se lanzaron al agua, una tras otra. La cuarta, agazapada entre unas matas, estaba inmóvil, con voluntad de salto pero irresoluta. Y eso la perdió porque yo, que ya la había visto, le puse una mano ahuecada encima y la trinqué.
Con ese sentido predatorio de los niños, que redunda en perjuicio de pájaros, ranas, saltamontes, lagartijas y otros animalitos de Dios, Diego y yo, contentísimos con nuestra presa, abandonamos la charca y nos fuimos rumbo a nuestras casas.
La rana palpitaba en mi mano derecha como un corazoncito. Conforme avanzaba bajo el ardiente sol de junio notaba que el pobre batracio perdía elasticidad y se resecaba. No tenía muchas posibilidades de sobrevivir, por más que la pusiera en una palangana con agua al llegar a mi casa, como me había propuesto.
Di la vuelta y me encaminé de nuevo a la charca, esta vez a grandes trancos, a pesar del calor. Diego me seguía sin entender nada.
Cuando llegué a la charca me incliné sobre ella, abrí la mano y la rana se zambulló instantáneamente en el agua verdosa.
La rana de mi hija era una rana de ciudad, de terrario: una rana doméstica. La mía era de campo, cimarrona, de charca; de regular tamaño, musculosa, flexible, de piel verde con pintitas naranja, como los ojos de algunas pelirrojas.
La capturé una tarde de verano, el implacable estío madrileño en el que el sol cae a plomo y calienta cornisas, hierros de barandas y balcones y picaportes hasta el extremo de no poder tocarlos sin correr el riesgo de quemarse las manos. El calor reblandece el alquitrán del asfalto. No falta un reportero gráfico que toma la foto de un par de huevos friéndose en la calzada ardiente, en la que algún chusco tiró dos huevos después de cascarlos.
Paseábamos mi amigo Diego y yo por un tramo de campo reseco, erizado de ortigas, que se abría al horizonte a un extremo de la pomposamente llamada Avenida Trajano, devenida Pasaje Bellas Vistas.
Acostumbrados, si no indiferentes, al calor casi africano del verano madrileño, Diego y yo caminábamos a paso lento, a veces charlando, a veces en silencio.
Hasta que llegamos al aduar, o sea, a la charca, que era bastante grande y lo suficientementemente profunda como para que el agua no se secara al sol y permaneciera estancada, con un moho negruzco en la superficie.
Nos detuvimos junto a la charca y nos sentamos enseguida sobre unos yerbajos calcinados. Descubrimos unos juncos cerca del agua. Los juncos están siempre cerca del agua, ya sé.
Con la velocidad y precisión de un clavadista, tres ranas se lanzaron al agua, una tras otra. La cuarta, agazapada entre unas matas, estaba inmóvil, con voluntad de salto pero irresoluta. Y eso la perdió porque yo, que ya la había visto, le puse una mano ahuecada encima y la trinqué.
Con ese sentido predatorio de los niños, que redunda en perjuicio de pájaros, ranas, saltamontes, lagartijas y otros animalitos de Dios, Diego y yo, contentísimos con nuestra presa, abandonamos la charca y nos fuimos rumbo a nuestras casas.
La rana palpitaba en mi mano derecha como un corazoncito. Conforme avanzaba bajo el ardiente sol de junio notaba que el pobre batracio perdía elasticidad y se resecaba. No tenía muchas posibilidades de sobrevivir, por más que la pusiera en una palangana con agua al llegar a mi casa, como me había propuesto.
Di la vuelta y me encaminé de nuevo a la charca, esta vez a grandes trancos, a pesar del calor. Diego me seguía sin entender nada.
Cuando llegué a la charca me incliné sobre ella, abrí la mano y la rana se zambulló instantáneamente en el agua verdosa.
Por José Luis Alvarez Fermosel
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