No es muy corriente ver monumentos erigidos a la memoria de un perro, pero en Greyfriars (Edimburgo, Escocia), la población local construyó uno en 1873 en honor de un pequeño terrier llamado Greyfriars Bobby, que es, desde entonces, el perro más famoso de Edimburgo. Este perrito no era de nadie, y como todo el mundo lo rechazaba debía alimentarse de la basura de las calles.
Un día, John Gray, un policía local, lo adoptó como compañero y lo tuvo con él hasta que, en 1858, falleció a causa de una tuberculosis. Desde entonces, y hasta el momento de su propia muerte, 14 años más tarde, Bobby se instaló sobre la tumba de John. Era tradición en Edimburgo que todos los días a las 13 horas fuera disparado el cañón del castillo para que los ciudadanos pudieran ajustar sus relojes. Pues bien, el único momento en que cotidianamente Bobby abandonaba su puesto era después del cañonazo; a la una en punto se iba al “The Eating House”, un restaurante cercano en el que siempre había comido con John Gray y cuyo dueño le seguía dando el almuerzo. Comía rápidamente y volvía al cementerio. Muy pronto se convirtió en una atracción, y tanta fidelidad despertó el cariño de todos los habitantes; más de uno intentó llevarlo a su casa, pero sin importarle la soledad, el frío o el calor, Bobby nunca quiso dejar la tumba de su amigo. Murió acostado sobre ella en 1872, y un año más tarde fue erigido el monumento que hoy sigue siendo visitado anualmente por miles de turistas. Su collar y su plato se encuentran en exhibición en la Casa Huntly, el museo dedicado a la historia de la ciudad, y Greyfriars Bobby es, desde hace más de un siglo, un símbolo de fidelidad para los escoceses y su perro nacional.
Un día, John Gray, un policía local, lo adoptó como compañero y lo tuvo con él hasta que, en 1858, falleció a causa de una tuberculosis. Desde entonces, y hasta el momento de su propia muerte, 14 años más tarde, Bobby se instaló sobre la tumba de John. Era tradición en Edimburgo que todos los días a las 13 horas fuera disparado el cañón del castillo para que los ciudadanos pudieran ajustar sus relojes. Pues bien, el único momento en que cotidianamente Bobby abandonaba su puesto era después del cañonazo; a la una en punto se iba al “The Eating House”, un restaurante cercano en el que siempre había comido con John Gray y cuyo dueño le seguía dando el almuerzo. Comía rápidamente y volvía al cementerio. Muy pronto se convirtió en una atracción, y tanta fidelidad despertó el cariño de todos los habitantes; más de uno intentó llevarlo a su casa, pero sin importarle la soledad, el frío o el calor, Bobby nunca quiso dejar la tumba de su amigo. Murió acostado sobre ella en 1872, y un año más tarde fue erigido el monumento que hoy sigue siendo visitado anualmente por miles de turistas. Su collar y su plato se encuentran en exhibición en la Casa Huntly, el museo dedicado a la historia de la ciudad, y Greyfriars Bobby es, desde hace más de un siglo, un símbolo de fidelidad para los escoceses y su perro nacional.
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