Buen chaval, el Jordi, calladito, suave. Tenía 14 años, dos más que el mayor de sus compañeros de clase, y era un trozo de pan. Grandote, torpe, desgarbado y con una disfunción que le había impedido hasta el momento comprender lo que leía y expresar lo que pensaba. En las escuelas españolas de los 80, los alumnos no repetían grado si los padres se oponían. Y los padres del Jordi se opusieron desde el principio, no ya a que su hijo repitiera un grado, sino a considerar siquiera la posibilidad de consultar a algún especialista ante el hecho indiscutible de que el Jordi no conseguía escribir más de dos o tres palabras con sentido y no entendía casí nada de lo que leía. Ningún maestro consiguió que cambiaran de actitud. “Nos ha salido vago éste, qué diferente de su hermana, que se saca siempre dieces”, decían, “qué burro que es, pero la primaria la va a terminar, aunque tenga que vivir castigado estudiando los dos años que faltan”. Y así el Jordi, que era bueno porque tampoco había aprendido a ser malo, y no tenía ansias homicidas, ni se sentía rebelde con causa ni se metía nunca con nadie, iba pasando de año en año y de aula en aula cada vez menos como un aprendiz y cada vez más como parte del decorado. Los maestros, como no podían hacer otra cosa, le aprobaban las materias sin mayores trámites. Y él, con el transcurrir del tiempo y las circunstancias, fue construyendo un lugar que bien podría llamarse el estarNo. O sea, iba al colegio todos los días, se sentaba en su sitio, ponía el cuaderno y los lápices sobre el pupitre y a la hora de salir, metía todo en la mochila y volvía a su casa. Y así un día tras otro. Mientras sus compañeros aprendían unas cosas, él se perfeccionaba en otras, como la creación de mundos únicos a los que él solo podía acceder o el desarrollo de técnicas indoloras para vivir desconectado de los seres humanos en general.
Nadie sabe hasta cuándo ni, mucho menos, hasta dónde, hubiera llegado el Jordi con este modus vivendi. Pero al empezar 6º grado ingresó en el colegio un nuevo alumno, Tomás. Éste era un chico muy inteligente, sociable, curioso, activo, generoso y, desde siempre, defensor de los más débiles y las causas perdidas, por lo que en seguida intentó “conectar” con Jordi e incluirlo en las actividades grupales. Lector fervoroso de relatos de ciencia ficción, entusiasta aficionado a la pesca –a la que dedicaba casi todos sus domingos–, desarrollaba por aquel entonces un interés rayano en la pasión hacia los reptiles. Tenía en su casa algunos terrarios con iguanas, serpientes y lagartos varios, naturalmente, todos perfectamente identificados por sus nombres en latín y algunos apodos cariñosos. Se desvelaba si alguno de ellos no quería comer o le parecía triste y devoraba toda la literatura que podía conseguir sobre el tema.
Ese año, el colegio decidió que cada grado realizara una muestra sobre arte, ciencia o técnica, y visto que Tomás podía aportar la mayor parte del “material”, la clase de 6º resolvió desarrollar una exposición de Ciencias Naturales. E hízose el milagro: el Jordi habló. Y resultó ser una enciclopedia viviente monotemática: oh, casualidad, los reptiles. Tenía algunos en casa, que encontraba en sus correrías dominicales por los bosques cercanos a la ciudad. Sabía todo, absolutamente todo, sobre ellos. Qué, cómo, cuándo, dónde, por qué. Sabía más que Tomás, por supuesto, y más que ciertos autores de algunos libros muy conocidos entre los amantes de esos animales. Era como un depósito sin fin de conocimientos. Y hablaba mejor que cualquiera, miraba de frente y las palabras le salían solas. Las mejillas se le arrebolaban por la pasión que sentía y que no intentaba contener. Sus compañeros y el profe de Ciencias parecían hipnotizados, incapaces de moverse, conscientes de estar asisitiendo a una revelación, como si hasta ahora el Jordi hubiera sido un robot y alguien o algo le hubiera puesto un chip nuevo.
Cuando por fin calló, nadie, él tampoco, sabía qué hacer. Y de repente, la clase entera se le vino encima; algunas chicas le dieron un beso, Tomás lo abrazó y le dijo que tenía que escribir, no un libro, una colección, los otros chicos le palmeaban la espalda y le estrechaban la mano, todos gritaban “genio”, “maestro”, “ídolo” y lo vitoreaban…
Qué bonito sería contar que a partir de entonces el Jordi encaminó su vida entre los demás seres humanos, y que más tarde se convirtió en un famoso profesor a quien sus alumnos respetaban y admiraban o en un célebre investigador que andaba firmando autógrafos por la calle y daba conferencias por todo el mundo, y terminar aquí este relato.
Pero no fue así. Ésta es una historia verídica, y las cosas siguieron otro curso. El Jordi y Tomás se ocuparon de llevar los terrarios a la exposición de Ciencias, que fue un éxito absoluto y ganó todos los premios. Los maestros estaban muy contentos por el Jordi, pues lo querían mucho a pesar de su aparente incapacidad para aprender, y no paraban de felicitarlo. Y en algún momento, alguien se dio cuenta de que faltaba una serpiente, Margarita, de uno de los terrarios. Ahí se acabó la fiesta, pues si bien no se trataba de un reptil peligroso porque su veneno no era muy potente, si llegaba a picar a alguien, el colegio podía tener un serio disgusto. Todo el mundo buscó a Margarita durante horas, hasta que finalmente apareció enroscada en la pata de una mesa. Con las precauciones del caso, el Jordi y Tomás consiguieron meterla en una caja, y el director del colegio los convenció de que había que llevar el animal al Zoológico, pues aunque pequeño, implicaba un riesgo para cualquiera. Así que los mandó para allá con el profesor de Ciencias Naturales. Los biólogos del Zoo resultaron personajes fascinantes para los chicos, quienes no paraban de hacer preguntas y los miraban con total adoración y envidia, al punto que Tomás se ofreció como ayudante para limpiar las jaulas, alimentar animales o lo que fuera durante los fines de semana, y, de paso, seguir en contacto con Margarita. Cuando su propuesta fue aceptada, no lo podía creer, saltaba de alegría y quiso incluir al Jordi. Pero les explicaron que sólo podían tomar a uno de los dos, pues no tenían más que una plaza. Tomás dijo entonces que el lugar era para el Jordi, que bien pensado él no tenía bastante tiempo, con la pesca y todo eso (así era Tomás). Y quedaron de acuerdo, el Jordi podía empezar a ir desde el sábado siguiente. Cuando volvieron al colegio, el profe de Ciencias le contó al director, quien citó a los padres del chico para darles la buena nueva. Y ahí se produjo la hecatombe, el terremoto, el desastre, el tsunami: se pusieron como locos, gritaron que de ninguna manera su hijo iba a pasarse la vida limpiando jaulas, que el colegio era un asco y el director, un delincuente, que cómo se atrevía, que lo iban a denunciar por discriminación… vomitaron toneladas de barbaridades y se llevaron al Jordi, que para ese momento otra vez tenía la mirada fija en algún punto impreciso y había vuelto a ingresar internamente en el estarNo, mientras le decían que ya iba a ver, que se había terminado esa tontería de los bichos… Nunca más volvió al colegio.
Tiempo después, Tomás averiguó que seguía luchando contra la enseñanza primaria en otra escuela y que sus padres habían decidido que iba a seguir un bachillerato comercial cuando consiguiera terminar octavo. Fue a buscarlo un día a la salida. El Jordi no parecía ni contento ni triste. Seguía en el estarNo. Con pocas y mal articuladas palabras, le contó que aquel día, cuando llegaron a su casa, su padre tiró sus serpientes por el inodoro. Y que no había vuelto al bosque a buscar otras. Ahora se las imaginaba, y tenía muchas más que antes e incluso más bonitas. Y cuando necesitaba una, se la inventaba y la ponía con las demás. Se tocaba la cabeza con su dedo índice mientras decía esto. Con una media sonrisa, le contó que todas éstas estaban a salvo, que nadie podría nunca lastimarlas, que había encontrado el truco. Esbozó a medias un gesto con la mano, como si se despidiera, y echó a andar sin añadir nada más, sin una mirada final. Y en ese instante Tomás supo que el Jordi, como muchos animales, como otros seres humanos, no había sobrevivido al peligro de extinción.
Àngels Miarnau
Nadie sabe hasta cuándo ni, mucho menos, hasta dónde, hubiera llegado el Jordi con este modus vivendi. Pero al empezar 6º grado ingresó en el colegio un nuevo alumno, Tomás. Éste era un chico muy inteligente, sociable, curioso, activo, generoso y, desde siempre, defensor de los más débiles y las causas perdidas, por lo que en seguida intentó “conectar” con Jordi e incluirlo en las actividades grupales. Lector fervoroso de relatos de ciencia ficción, entusiasta aficionado a la pesca –a la que dedicaba casi todos sus domingos–, desarrollaba por aquel entonces un interés rayano en la pasión hacia los reptiles. Tenía en su casa algunos terrarios con iguanas, serpientes y lagartos varios, naturalmente, todos perfectamente identificados por sus nombres en latín y algunos apodos cariñosos. Se desvelaba si alguno de ellos no quería comer o le parecía triste y devoraba toda la literatura que podía conseguir sobre el tema.
Ese año, el colegio decidió que cada grado realizara una muestra sobre arte, ciencia o técnica, y visto que Tomás podía aportar la mayor parte del “material”, la clase de 6º resolvió desarrollar una exposición de Ciencias Naturales. E hízose el milagro: el Jordi habló. Y resultó ser una enciclopedia viviente monotemática: oh, casualidad, los reptiles. Tenía algunos en casa, que encontraba en sus correrías dominicales por los bosques cercanos a la ciudad. Sabía todo, absolutamente todo, sobre ellos. Qué, cómo, cuándo, dónde, por qué. Sabía más que Tomás, por supuesto, y más que ciertos autores de algunos libros muy conocidos entre los amantes de esos animales. Era como un depósito sin fin de conocimientos. Y hablaba mejor que cualquiera, miraba de frente y las palabras le salían solas. Las mejillas se le arrebolaban por la pasión que sentía y que no intentaba contener. Sus compañeros y el profe de Ciencias parecían hipnotizados, incapaces de moverse, conscientes de estar asisitiendo a una revelación, como si hasta ahora el Jordi hubiera sido un robot y alguien o algo le hubiera puesto un chip nuevo.
Cuando por fin calló, nadie, él tampoco, sabía qué hacer. Y de repente, la clase entera se le vino encima; algunas chicas le dieron un beso, Tomás lo abrazó y le dijo que tenía que escribir, no un libro, una colección, los otros chicos le palmeaban la espalda y le estrechaban la mano, todos gritaban “genio”, “maestro”, “ídolo” y lo vitoreaban…
Qué bonito sería contar que a partir de entonces el Jordi encaminó su vida entre los demás seres humanos, y que más tarde se convirtió en un famoso profesor a quien sus alumnos respetaban y admiraban o en un célebre investigador que andaba firmando autógrafos por la calle y daba conferencias por todo el mundo, y terminar aquí este relato.
Pero no fue así. Ésta es una historia verídica, y las cosas siguieron otro curso. El Jordi y Tomás se ocuparon de llevar los terrarios a la exposición de Ciencias, que fue un éxito absoluto y ganó todos los premios. Los maestros estaban muy contentos por el Jordi, pues lo querían mucho a pesar de su aparente incapacidad para aprender, y no paraban de felicitarlo. Y en algún momento, alguien se dio cuenta de que faltaba una serpiente, Margarita, de uno de los terrarios. Ahí se acabó la fiesta, pues si bien no se trataba de un reptil peligroso porque su veneno no era muy potente, si llegaba a picar a alguien, el colegio podía tener un serio disgusto. Todo el mundo buscó a Margarita durante horas, hasta que finalmente apareció enroscada en la pata de una mesa. Con las precauciones del caso, el Jordi y Tomás consiguieron meterla en una caja, y el director del colegio los convenció de que había que llevar el animal al Zoológico, pues aunque pequeño, implicaba un riesgo para cualquiera. Así que los mandó para allá con el profesor de Ciencias Naturales. Los biólogos del Zoo resultaron personajes fascinantes para los chicos, quienes no paraban de hacer preguntas y los miraban con total adoración y envidia, al punto que Tomás se ofreció como ayudante para limpiar las jaulas, alimentar animales o lo que fuera durante los fines de semana, y, de paso, seguir en contacto con Margarita. Cuando su propuesta fue aceptada, no lo podía creer, saltaba de alegría y quiso incluir al Jordi. Pero les explicaron que sólo podían tomar a uno de los dos, pues no tenían más que una plaza. Tomás dijo entonces que el lugar era para el Jordi, que bien pensado él no tenía bastante tiempo, con la pesca y todo eso (así era Tomás). Y quedaron de acuerdo, el Jordi podía empezar a ir desde el sábado siguiente. Cuando volvieron al colegio, el profe de Ciencias le contó al director, quien citó a los padres del chico para darles la buena nueva. Y ahí se produjo la hecatombe, el terremoto, el desastre, el tsunami: se pusieron como locos, gritaron que de ninguna manera su hijo iba a pasarse la vida limpiando jaulas, que el colegio era un asco y el director, un delincuente, que cómo se atrevía, que lo iban a denunciar por discriminación… vomitaron toneladas de barbaridades y se llevaron al Jordi, que para ese momento otra vez tenía la mirada fija en algún punto impreciso y había vuelto a ingresar internamente en el estarNo, mientras le decían que ya iba a ver, que se había terminado esa tontería de los bichos… Nunca más volvió al colegio.
Tiempo después, Tomás averiguó que seguía luchando contra la enseñanza primaria en otra escuela y que sus padres habían decidido que iba a seguir un bachillerato comercial cuando consiguiera terminar octavo. Fue a buscarlo un día a la salida. El Jordi no parecía ni contento ni triste. Seguía en el estarNo. Con pocas y mal articuladas palabras, le contó que aquel día, cuando llegaron a su casa, su padre tiró sus serpientes por el inodoro. Y que no había vuelto al bosque a buscar otras. Ahora se las imaginaba, y tenía muchas más que antes e incluso más bonitas. Y cuando necesitaba una, se la inventaba y la ponía con las demás. Se tocaba la cabeza con su dedo índice mientras decía esto. Con una media sonrisa, le contó que todas éstas estaban a salvo, que nadie podría nunca lastimarlas, que había encontrado el truco. Esbozó a medias un gesto con la mano, como si se despidiera, y echó a andar sin añadir nada más, sin una mirada final. Y en ese instante Tomás supo que el Jordi, como muchos animales, como otros seres humanos, no había sobrevivido al peligro de extinción.
Àngels Miarnau
1 comentario:
¡Me encantó! Yo también conozco a alguien como Tomás... Muy lindo cuento, felicitaciones.
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